Percibes un movimiento musical
en el fondo del espejo.
Te reconoces lento,
—al compás—.
Las manos en las mejillas,
repites la verdad:
las palabras no lograrán
revelarte del todo, jamás…
Vamos, mi andante: el tiempo es un
silencio
que a mi te acerca,
—y quizás algo más—.
El devenir modela
la música de tu abismo personal.
Llevas en el pecho un reloj de péndulo;
su vaivén, un día, te quebrará,
—como la superficie del más fino cristal—.
Ir y venir sobre las cuerdas de los días,
con el clarín de la victoria danzar…
¿En la superficie de qué aguas te reconocerás?
Andante, moderadamente lento:
las horas, los espejos,
y el silencio de las almas en su altar.
Dentro de tu espejo
gira el recuerdo de la nieve,
del frío que sentiste en la oscuridad.
Mansas palabras brotan de tus labios
y amedrentan el avance de la soledad.
La mirada fija en el horizonte;
se agiganta la visión de la eternidad,
luego se desvanece,
cuando apagas la verdad.
Aunque me oculto en la solidez del sol,
alguien avanza a mi lado,
portando en las raíces blancas de sus manos
el disco blanco de la soledad que le he dejado.
Recogí una rosa,
luego un lirio,
más tarde un clavel.
¡Oh, tú sabías bien
que nuestro tiempo era una flor blanca
en un vaso de papel!
En la llanura de Nisa, desde tu lejanía,
me viste los ojos de los sueños rasgar.
Desolado, cansado de tu reino de muertos,
te apoderaste de mi fragilidad.
Transformada en luz oscura,
arrastrada hacia tu oscura eternidad,
besé tu corazón helado,
envuelto en una frágil claridad.
Me dijiste: “No necesito perseguirte,
ni nunca podrás escapar.
Mi reino es tu reino; fortaléceme,
eres mi infancia antes de la muerte,
antes de la vida... nunca morirás”.
Solté las flores, y te dije:
“Eres mi enemigo, mi ausencia será tu soledad.
Ahora puedes cerrar los ojos
y aceptar tu oscura fragilidad.
Mañana mi madre inventará la primavera,
y el horizonte me verá regresar”.